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5 feb 2011

La nariz tan corva que parecían sus ojos las dos grandes terminaciones de su sistema respiratorio, siempre a punto para lanzar flemas y saliva a los demás contertulios. Imagínense la forma geométrica más difícil, que ninguna ecuación pueda exprimir, y éste será su cabello; informe, desgastado, pulido por la incongruencia y el trauma que provoca; una reunión de formas infernales, de esas que revoloteaban alrededor de Goya para ahogarle en carboncillo. Su boca más que boca parecían fauces, pero no agresivas, pues sus dientes desgastados y ridículamente pequeños, cuadrados e inútiles, parecía se fueran a caer tras el primer mordisco. No, lo que de verdad me aterraba de su boca eran esos labios carnosos, pero no carnosos llenos de sensualidad, sino rebosantes de ella, tanto que te ahogaban la mirada, te hundían en pegajosidad y suavidad perfumada (perfume de abuelas y suavidad de terciopelo quemado por cigarrillos), te arrastraban hasta lo más profundo, hasta las cavidades más íntimas e impenetrables, aquellas que hacen estremecer a los ingenuos estudiantes de medicina en la primera autopsia, que les borran la mirada inocente y se les agrava, como sólo saben los cirujanos, tras haber visto el verdadero interior del hombre. Bajemos a su cuello, no sin antes pasar por su barbilla, donde tres pelos negros acampan solitarios entre bello mal coloreado por cremas que imitan la carne, pero no hacen más que derretirla entre emplastos, confiriendo una textura entre acartonada y pegajosa, cartón orgánico que a la primera chupada te haría vomitar. Sin embargo no todo iba a ser monstruoso, pues la sombra que dejan las comisuras de esas dos serpientes devoradoras de carne forman un perfecto cono, un reloj de arena que te recuerda que el tiempo pasa, y que ya tenías que estar hace rato hablando de su cuello. Su cuello se estira hasta el infinito cuando quieren sus ojos curiosear la mierda que acaba de dejar un perro en el asfalto, o aquél crío en la cuna que llora a golpes, como un coche sin batería. Este es su cuello, elegante, digno de una dama, superior a todo su cuerpo, pero espera, que todavía no hemos alcanzado el busto; ese esbelto torso con dos fuentes (una mana leche y otra mana miel), sin contenciones saben rodar con elegancia sobre el monte escarpado de costillas, y digo escarpado porque se notan perfectamente sus valles y montañas, hasta la gran cordillera, una espina dorsal recta y sublime, digna de una musa, de una ninfa, de la mejor ramera de un dios poco decoroso; que en su serrallo siga disfrutando de ambrosías y demás placeres y nos deje acabar esta descripción. No os maravilléis demasiado de su busto, pues un brazo cojo, y sólo uno, brota a media altura, unos centímetros por debajo de donde debiera estar (la supremacía del cuello es evidente) cayendo sin gracia y sin hueso, pura amalgama de carne o plastilina, no se sabe muy bien. Parece una pieza impostora, añadida a posteriori, y que debemos arrancar para obtener una perfecta imagen de la víctima. Ahí yace, recostada, con la cabeza tan hacia atrás que parece su cuello va a cascar de un momento a otro; con los orificios nasales confundiéndose con los ojos, también oscuros y profundos, que de una mirada te sumergen en una espiral que ni el mismo Fibonacci imaginara. Rosa su cuerpo yace sobre el suelo de azulejos de mi baño. Mandé a los obreros tintar de negro el cemento de las juntas para que contrastara con el blanco mate, y puedo decir ahora que fue una gran idea, ya que con el tiempo los azulejos, de formas arbitrarias estilo tesela, se han ido separando, dejando ver el negro tan elegante y necesario.

La pobre calló sobre un charco de pis, o quizás la meé encima, no me acuerdo.