Cuando empecé a escribir artículos lo tenía muy claro. Yo quería hacer prensa social, destapar trapos sucios y ondearlos bien para que su podredumbre conmoviera el olfato de mis lectores. Pensaba que este era el mecanismo que hace que la justicia funcione, la presión mediática. La gente necesita ver fotos de los malos entre rejas para darse cuenta de que hasta los que tienen dinero y poder pagan por sus crímenes. Está claro que si nadie se entera el dinero fluye arrastrando valores a su paso, como el agua de un río arrastra los cantos rodados dejándolos redonditos y suaves. La prensa entonces sería como la cuerda que se le da a los relojes viejos, de madera rancia con pintura desconchada, el reloj marcando el castigo en forma de tiempo arrebatado. Sí, si, mandar a tipos a la cárcel, transformar una prisión bajo fianza que nunca se cumple en un culo dilatado tras un par de meses en el talego. Que se den cuenta de que aquí nadie es más que nadie. Cuántos peces gordos acabarían con el agua al cuello gracias a mi pluma afilada y certera, cuántos otros se lo pensarían antes de montarse en su coche de lujo por miedo al objetivo que se retuerce entre mis manos. Pero claro, todo el mundo sabe que esto no es así, y por eso mi proyecto de periodismo de investigación se volvió cenizas antes si quiera de llevarse a cabo. Me dediqué a la sección de artes, comentando a los músicos de jazz que se ponían de moda no porque estuvieran haciendo algo bueno, si no porque hacía cincuenta o veinticinco años que lo hicieron, así que me tuve que poner al día de todo. Esto me motivaba a ratos, cuando la tarde así lo disponía, y decidí sacar algunas de sus melodías con la ayuda de un viejo teclado eléctrico que criaba polvo en una caja. Parece que la cosa no se me daba mal, sobre todo cuando dejaba que mis manos moldearan la melodía repetitiva con golpes secos. Lo mío es el ritmo, que puede percutir una buena melodía hasta hacerla añicos para componer deliciosas odas que se sobreponen al ruido de los martillos hidráulicos. Antes los músicos rellenaban silencios, yo me sobrepongo al ruido haciéndolo música más o menos placentera, pero real, como este pedazo de carne que engullo. Slurp. La carne se hace pelusilla porque ya llevaba tiempo en la nevera, pero vale igual, soy carnívoro, eso no lo cambia nadie. Decía que no se me daba mal, y acabé trabajando los fines de semana como pianista en tugurios sin clase, donde la calidad vale poco y el público ingiere cualquier cosa que les perturbe. Mi música desde luego no tenía sabor ni matices, ni técnica ni disciplina, pero les dejaba grogui como la cerveza barata. Sabe a matarratas pero emborracha. Así me fui creando un personaje nocturno con traje y sombrero, mientras que por el día me sentaba ante la máquina con camiseta de tirantes. Estoy hablando de cuando estábamos en la capital. Ahora la chaqueta y el sombrero están todavía embaladas, la suerte ha querido que desembalara antes la caja con la máquina de escribir y la camiseta de tirantes blanca, sucia y sudada. A mí me gusta la clase por la noche y el vagabundeo diurno, qué se le va a hacer.
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