25 oct 2013

Pez Oriental II

-¿Qué tal?- dijo al tiempo que expulsaba humo por la boca.
-Bien, ya se dónde quiero vivir, además he visto un cartel de se alquila.
-Si cobran fianza...
-No te preocupes mi teniente, que aquí todo es más barato.
-Anda no empieces con ese rollo Lolita y vamos para allá.
Llamé al número del cartel, en estos temas me deja tomar la iniciativa. Tuvimos la suerte de que la casera estaba disponible en ese momento (no creo que la gente de esta ciudad tenga una agenda muy apretada) y quedamos con ella en cinco minutos. Debía vivir cerca de allí. Esperamos en la puerta. El sargento se echó dos cigarros.
-¡No tires las colillas en la puerta! ¿o es que quieres pisar un manto de cenizas cada vez que salgas de casa?
-No sería la primera vez... Anda déjame en paz.
Me entró la risa histérica, al mismo tiempo que veo cruzar la esquina a una mujer mayor. Ojalá no se trate de la casera, pensé. Pero se nos quedó mirando y vino hacia nosotros. Y yo no podía parar. Era una de esas risas enfermizas que entran cuando la situación menos lo permite, situaciones serias. Tendría que dejar al coronel hacer el resto. La mujer me miró nerviosa. Preguntó si éramos padre e hijo. El teniente no suele mentir sobre estos temas, pero supongo que asintió para evitar preguntas incómodas. La mujer temblaba y no acertaba a abrir la cerradura. Al final lo consiguió, claro. Yo me esperaba una casa con olor a viejo y muebles oscuros apestando a antipolillas, pero nos encontramos con un piso normalito, de salón grande, abuardillado, con pocos muebles; y los que había de un estilo art-decó que podían pasar. El camión de la basura no llevaría tanta carga esta noche. Parece que la señora sabía lo que se hacía, quizás viajó a Oporto en su juventud y trajo los muebles de vuelta. Había una cama de matrimonio al fondo, en la parte más oscura del salón, y en frente una ventana que esparcía luz natural sobre una mesa blanca de soporte negro, de corte estiloso. Pequeñas curvitas en las esquinas para hacer resbalar los dedos en una tarde aburrida de poca inspiración. Me gusta. Son esas tardes las que hay que cuidar con mimo, como si cuidaras de un ancianito adorable. Me lo quedo. Nos quedaba por ver el cuarto de baño y una habitación más estrecha, abuardillada también, que me serviría de cuarto. Ya visualizaba al teniente ovillado entorno a su botella de Jeam Beam sobre la cama de matrimonio del salón, ese no era mi sitio. Me pasee por la casa tarareando y repasé mientras bailoteaba las esquinas de la mesa blanquinegra. Era agradable al tacto, muy placentera. El teniente me miró. Yo le asentí con la cabeza y le dijo a la ancianita: “Nos quedamos, dígame una dirección y a primeros del mes que viene le enviaré la primera mensualidad” La mujer, extrañada de que no hiciéramos las comprobaciones usuales en una casa, nos miró a ambos frunciendo un poco el etrecejo, apuntó en un papel su dirección, y se largó.

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