30 oct 2013

Pez Oriental III


Esta ciudad me está empezando a gustar, a pesar de que en los meses que precedieron a nuestra partida le calenté bien la cabeza al coronel. Yo no quería moverme de la capital. Además no me gustaba la idea de cruzar el charco en avión: se tarda demasiado poco y no te enteras de la importancia del viaje. En barco habría estado bien, pero no nos llegaba. Yo quería quedarme porque me gusta la amplitud de las calles, que no puedes recorrer ni aunque te lleves saco de dormir para hacer noche en una acera, la infinidad de barrios y la multitud de gentes. Desde el barrio donde la gente va a inauguraciones con smokin y copita de champán hasta donde la inauguración se torna degustación del pan del día anterior alrededor de la tienda de la esquina cuando llega la hora del cierre, con guantes de dedos recortados y colillas a medio fumar en los bolsillos. Cuando me aburría cogía el primer autobús que pasara por nuestra manzana y me iba un barrio desconocido; normalmente de casas en bloque,  familias de clase media y comercios baratos, y a veces excitantes. Me paseaba y entraba en uno de estos comercios, los de escaparate más raro. Paseaba por sus estantes, cogía un tarro y lo acariciaba, luego una fruta y la balanceaba en la mano olisqueándola, y cuando la dependienta se ponía nerviosa por la falta de clientes y mi insistente pasear y toquetear, se ofrecía para ayudarme a encontrar lo que necesitara, casi amenazante. Yo le respondía que sí, que buscaba esto o aquello, normalmente algo que veía de difícil acceso, y mientras ella rebuscaba en el estante más alto, yo me llevaba una manzana a la boca y le pegaba un buen mordisco, o me metía en el bolsillo un paquete de chicles de frambuesa, que me parecían tan exóticos que me resultaba inconcebible salir de allí sin probar su sabor. Al salir, los chicles acabaron en la basura, sabían a mierda seca. Esos pequeños hurtos me daban la garantía de que siempre sacaba algo de provecho en mis viajes, aunque saliera sin dinero, sólo con el bonobús en el bolsillo. El maldito un día acabó en la basura también, porque me arañó el muslo sin previo aviso. Tenía unas esquinas muy cortantes. A partir de entonces no me quedaba más que contemplar mientras dormitaba como la sombra se iba apoderando de nuestro gato, y cómo éste cambiaba su postura en busca del calorcito matinal. Claro que también salía de vez en cuando a dar algún paseo, cuando el teniente me intentaba hacer creer que en esta ciudad no hacíamos nada y que mejor sería ir a la ciudad de su adolescencia, que él ya estaba cansado para este ritmo de vida y blablabla. Entonces salía mientras le gritaba  “Ves cómo me gusta esta ciudad, mira  que paseo me voy a dar, me voy a quedar por ahí hasta que tengas que llamar a los de CSI, de lo que me gusta esto, voy a besar cada bloque de hormigón, cada cloaca y carretera, ¿me oyes?, mira, mira como salgo, ¡anda y que te den!” Claro que mi voz no es nada autoritaria. Tengo una voz un poco aguda así que me cuesta hacer que los demás me tomen en serio. Supongo que por eso digo alguna palabrota de vez en cuando.

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