23 mar 2014

Frenopatía

1.
Tuvimos que pasar por la escuela a los veinticuatro como última oportunidad de trabajar en algo serio. Todos de la misma generación, y todos con excentricidades en alguna parte del cuerpo que nos identificaban directamente con el umbral amarillo: las orejas demasiado grandes o los ojos demasiado pequeños eran las más frecuentes. Yo era el único con una excentricidad en la mandíbula. Excentricidad mandibular aguda. Todos casados y con al menos tres hijos, es normal, los que tienen la suerte de pertenecer al umbral libre no tienen tanto tiempo como para ocuparse de niños. 
Recuerdo que nos enseñaban a dibujar jeroglíficos egipcios, porque por alguna extraña razón se había estipulado que los amarillos no éramos capaces de comprender unidades fonéticas independientes, es decir, letras; que nuestro cerebro no era capaz de abstraer tales conceptos. Así que nos explicaban los glifos mayas de forma fácil y divertida, sobre todo divertida. 
-Esto que parece un transistor con un conejito con las orejitas largas encima, ¿lo véis?, eso es kahalum.
La verdad es que nos lo pasábamos pipa. 
Recuerdo que una vez en clase, mientras el profesor pintaba en el encerado transistores con diales incorporados y señoritos muy graciosos por dentro, o tipos con cara de mala leche, mientras recitaba cosas como ahum, cox, kaihel señalándolos con la tiza, recuerdo, que mientras el profesor estaba de espaldas yo rebusqué en el bolsillo de mi abrigo un papel para poder tirar el chicle porque ya no sabía qué hacer con mis manos, no es que el chicle no supiera ya a menta. Pues rebuscando encontré la cuenta de la carnicería, y recordé que esa mañana había ido con mi mujer a comprar unos kilos de carne para alimentar a la familia durante toda la semana, no sé en qué momento se me ocurriría meter la factura en mi mochila de clase. De repente ese papel me recordó que estaba viviendo dos mundos antagónicos. Algo que no debía ocurrir. Nunca había mezclado los dos mundos, el mundo adulto de la familia y el estado infantil que nos obligaban a adoptar por las tardes, y cuando ese ticket de carnicería apareció, recuerdo que me sentí raro. Raro al desglosar mentalmente los días de la semana que planeamos mi mujer y yo comer pollo, los desayunos con filetes de hígado y el mínimo número de salchichas para que todos podamos comer salchichas al vino durante dos días. Entonces vino el acto terrorista inevitable. Encerré la masa chiclosa en el ticket y se lo tiré al compañero de enfrente, con tan mala suerte que el profesor se dio la vuelta justo en el momento del lanzamiento y vio una bola de papel ejecutando una perfecta parábola. El profesor se enfadó mucho y nos encerró durante dos horas ¡de aquí no sale nadie hasta que no de con el culpable!, pero nadie quiso chivarse de mí, en el fondo mi acto rebelde les hizo gracia a todos, comulgaron con él, así que el culpable no apareció nunca, a pesar de los esfuerzos del profesor. Cargado de virulenta furia llegó al extremo de llevar el ticket manchado de chicle a la carnicería, a sabiendas de que sus manos rozarían una execrable saliva enferma; pero el carnicero dijo que no podía identificar al cliente porque todos los amarillos compraban más o menos lo mismo. Sabe dios lo que hubiera pasado si me pillan. De la que me libré.

2.
El Gran avance de la genética y la neurología. Se estudiaron los efectos de ciertas mutaciones, generalmente producidas durante la etapa prenatal, que se expresan simultáneamente como síntomas físicos y psíquicos. Las mutaciones en la niñez y adolescencia son menos frecuentes desde la desaparición del enraizamiento del individuo en un núcleo familiar estable. Antes era fácilmente observable sin ayuda de mayor profundización, cómo las características faciales del niño se configuraban a medida que éste crecía generando un parecido oscilante entre madre y padre, hasta que la personalidad de uno de los dos se manifiestaba en los rasgos faciales, llegando incluso a determinar las pautas de comportamiento del individuo.

3.
Plancha. Plancha. Fss. Venga, el siguiente.
Tuvimos que instalar una plancha al lado del horno. Era lo más práctico: montaditos de lomo de cerdo para todos. Y si sobra dinero, con queso, que a los niños les encanta. Dwight siempre estruja su montadito con las manos antes de levárselo a la boca y se mancha de grasa toda la cara, Terrence se lo lleva a su habitación y come allí, porque no quiere que nos demos cuenta de su bragueta hinchada y mal disimulada, Lucille siempre acaba la primera y se limpia la grasa en el vestido, que ya tiene tan manchado que ni se nota. Yo cuando acabo me llevo a mi mujer a la habitación de arriba, y ellos se quedan jugando a la consola a la luz de las velas. 
Un día compramos velas artificiales y resultó que a los niños les encantó, nosotros nos reservamos una para el dormitorio. El juego es siempre el mismo: nos tomamos un par de pastillas que provocan excitación, nos metemos debajo de las sábanas y cada uno toca el sexo de su compañero hasta que uno de los dos acaba. Es como una carrera, cuanto antes acabes mejor. 

4.
No hay ningún resto de pretensión en mis ropas, gestos o andares. Me dejo llevar por la inercia de los pasos de mi mujer, agarrado de su mano, como dos sonámbulos en una tierra que es la suya, una tierra de dicha y gracia que no nos conceden y que no tenemos pretensión alguna de alcanzar. Encajamos perfectamente en nuestro papel y nos dejan sacudir nuestras miradas al sol mientras vamos de la mano, agarrados, dispuestos a cargar con la compra semanal. Compramos en un supermercado enorme, de techos altos y cajas de productos apilados. La carne ya viene cortada, envasada y congelada. La dejan en los palés por la mañana y si no puedes llegar a buena hora te encuentras con salchichas derretidas en un líquido pardo. Por eso preferimos ir por la mañana, cuando el sol todavía no calienta, con dignidad y un toque de felicidad en nuestros pasos, porque nos gusta comprar. El domingo por la mañana se transforma en una vorágine de tareas y recados que no me dejan pensar demasiado, y es que no necesito pensar.

5.
-Usted sabe por qué está aquí.
-Pero...
-Nada de peros, ¿sabe o no sabe por qué está aquí?
-Sí pero no tiene por qué...
-¡Basta! Mire, las medidas son claras, se le dio una oportunidad y no pudo aprovecharla, era lo esperable, así que deje de quejarse.
Mierda. Era lo esperable.  Bajo la cabeza y me echo a llorar, para poder seguir arañando ese pedacito de sueldo que nos confiere dignidad a mi y a mi mujer.
Repasa con su dedo delgado y fibroso, atributo que facilita mucho poder acceder a secretario, la pantalla:
-Está claro, tiene usted la mandíbula con un coeficiente de excentricidad que le sitúa en el umbral amarillo. Es decir, una oportunidad y ya, no estamos dispuestos a arriesgarnos por usted. Hay otros que quieren entrar, que quieren su puesto, y que tienen la mandíbula en su sitio, ¿sería injusto, no cree?
-Pero ha sido un incidente sin importancia, le podría pasar a cualquiera- me sueno los mocos- ¿no me diga que la gente sin riesgo no se le escapa de vez en cuando un mal gesto? Un mal día lo tiene cualquiera.
-Pero lo suyo no fue un simple mal gesto. Esta semana lleva un retraso constante de unos diez o quince minutos, y no solo eso, cuando llega entra usted muy raro, como desmadejado. Sabemos que la gente con una mandíbula como la suya suele padecer este tipo de trastornos, este tipo de caídas agudas. Todos tenemos caídas, pero no caídas agudas como las de usted, que duran una semana y afectan el ambiente que se respira en la oficina, ¿sabe? la calidad del aire es muy importante. Nos gusta que nuestros empleados entren a gusto a trabajar, que se sienten cómodos con sus compañeros, y si usted empieza a perturbar esta tranquilidad que se respira, mire, respire usted bien... Ah, ¿lo nota usted?
Asiento varias veces y me sorbo los restos de la llorina.
-¿Ve? Es un buen ambiente. Y como le decía, usted no es quien para perturbar este ambiente con su nerviosismo, sus gestos de pocos amigos, ¡no puede ir por ahí sin saludar, hombre!
-Le juro que ha sido una cosa totalmente puntual que podré controlar, es que esta semana me han pasado unas cosas...
-¡Basta! No me cuente sus historias, no quiero saberlas. Mire... me parece que está usted siendo sincero, y yo detecto bien las emociones -señala su frente insusualmente abultada encima de las cejas- entiendo que lo haya pasado usted mal. Si como dice es capaz de controlarse, estoy dispuesto a darle otra oportunidad.
-¡Muchas gracias!
-¡Pero! no se lo diga usted a nadie, y procure mejorar esa actitud.
-Mejorará, señor. Muchas gracias.
-Adios, adios. Y cierre usted la puerta al salir.
-Claro señor, muchas gracias.


2 comentarios:

José Vicente Martín Payán dijo...

A mi me parece que está mol be, continuará?

Miguel Ángel García González dijo...

pues no sé, es una duda que tengo, procedo o no debería?