Esta es la historia de un hombre
que se sujetaba el abrigo negro al cuello para que no traspasara el frío y la
humedad de la calle. Su madre siempre le decía que llevara bufanda, que siempre
se cogía los catarros de garganta, pero de eso hace ya mucho tiempo, tanto que
no se acuerda y se aprieta las solapas del abrigo en una noche de lluvia y
cielo amenazante. Todavía no es noche cerrada, pero pronto lo será. Algunas
tiendas ya han echado el cierre, así que apresura su paso por miedo a
encontrarse con la puerta cerrada. Lleva sombrero negro también. Los edificios
son de piedras grises y ennegrecidas por la humedad. La época poco importa,
podemos decir siglo dieciséis, pero esto no es lo importante. Tampoco es
demasiado importante que lleva los pies encharcados. Por lo menos de momento no
lo es. Está en la calle de su tienda favorita, y se para a mirar por el
cristal. La luz es amarilla y la ventana blanca, todo muy cálido en el
interior, en contraste con el presente exterior. Hay una joven despachando.
Joven. Ni dama ni señorita ni princesa. Una joven. Podríamos destacar su pelo
castaño, los ojos marrones de nuestro protagonista hacen juego con su castaño.
El Hombre mira con ojos llorosos, párpados gruesos, ojos grandes y abiertos
como platos, nariz fina y puntiaguda. Realmente sólo podemos resaltar ahora sus
ojos y lo que se refleja en ellos: las manos de la joven que serpentean entre cajones y estantes buscando lo
que pide el señor de detrás del mostrador. Por fin lo encuentra. Se apresura a
cobrar porque quiere echar el cierre. El cierre está cerca y el Hombre no se
decide. Quiere dejar pasar la oportunidad, o no quiere, no puede, sólo ve a la
joven bailando, moviéndose sutilmente tras una fina tela transparente y blanca,
que deja atisbar su feminidad, sus curvas, su abdomen, flor blanca. Es una
figura sublime y danza sólo para él. Cruza las piernas y se acaricia los muslos
simultáneamente, sutil, casi sin rozar, sólo tiembla su bello que es como seda,
luego los gemelos, y por último los pies. Poco a poco va dejando pasar una luz halógena
a través de sus piernas, hasta que éstas se abren completamente y aparecen
siete flores de su sexo, brotan y se esparcen a su alrededor formando un
círculo, un abanico de flores de los más fantásticos colores. Creo que son
rosas. Las rosas se parecen a fetos, y sus tallos al cordón umbilical, pero no
es nada grotesco. La tienda va a cerrar y el Hombre no puede decidirse.
No entra por pura casualidad, por
desafiar al destino. Sin saber, corta de raíz las siete rosas, y no sabe qué
hacer con ellas, se le mueren entre las manos dejando un perfume de incienso
místico. Cenizas en sus manos y en su visión tan sólo una mujer triste ofreciéndole
una flor negra. De su pecho una rosa negra.
No tiene sentido seguir, se
encierra en casa y comienza a escribir con las luces apagadas, mordiendo la
pluma hasta hacerla añicos con sus dientes ahora enormes y deformes, como sus labios.
Su frente se arruga y empapa en sudor, mareo y vómitos; no ha logrado escribir
nada. Sólo le quedan fuerzas para llegar a la cama y ponerse el pijama de una
pieza blanco.
Se despierta tapado, no recuerda
haberse tapado. La ventana estaba abierta. Dice el médico. Ha pasado usted toda
la noche con la ventana abierta, ¿cómo se le ocurre? Yo.. no tenía idea. Le va
a costar una pulmonía. Esto no le
inquieta, sino que le deja descansar. Por favor doctor, déjeme. Pero cómo si
está usted muy mal. No quiero ver a nadie. Avisaré a su familia inmediatamente,
creo que está delirando por la fiebre.
Ha decidido no querer vivir, ni perpetuar
la especie, mandarlo todo al carajo, quedarse en la cama y no saber de la
reproducción. Vio como una calavera enorme se comía a su mujer y a sus
hijos-feto. Y no quiso hacer nada por evitarlo. Sólo esperó su turno.
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