28 abr 2011

Hoy he visto a un niño cometer un acto poético.
El patio que se ve desde mi casa está adoquinado por completo excepto por dos huecos cuadrados, futuros emplazamientos de sendos árboles que nunca llegan, no hay agua suficiente, o no hay Sol, o simplemente todavía no les ha dado tiempo a los funcionarios del ayuntamiento a plantar sendas semillas. Al niño poco le importaba todo esto. Él necesitaba nutrir los dos huecos, los dos vacíos que todo hombre debe soportar irremisiblemente, esto es, el de antes de nacer y el de la muerte; así que no dejaba de recoger puñados de arena en un montón cercano, uno en cada mano, y como si de un ritual de iniciación se tratase depositaba con sumo respeto un puñado en un hueco y otro en el siguiente. No contento con eso, obligaba a su padre - un hombre de espalda ancha y tripa embutida en un polo azul celeste, que disimulaba su torso peludo y simiesco- a efectuar el ritual en compañía.
-Contigo papa.
Su padre no comprendía nada de todo aquello y se limitaba a obedecer al chico, no por complacerle si no porque algo le decía que su hijo necesitaba de todo aquello, que en ese momento su intuición brillaba por su ausencia pero que se dejara hacer. Y así lo hizo. La figura paterna, la simiente, el referente más cercano de aquél chiquillo sensible le ayudó a dar un paso más fuera del feto, a deformarse como humano, esto es, equilibrar la idea de la nada, nuestras dos nadas, y ahondar en ellas, fertilizar la tierra para que en la madurez dos árboles nos guíen y nos den su apoyo, pues nosotros dormitamos en los adoquines amarillos, entre medias, y estos adoquines se calientan con la fuerza del sol y nos queman los pies, y esta quemazón es buena para darnos el empujón hacia arriba, hacia las alturas, pero sin ideas nos abrasaremos de placer sin enterarnos de nada. Cultivemos las dos tierras por igual, pues de lo contrario uno de los árboles enfermará y nos hará tropezar. Deformemos nuestro instinto animal hasta el delirio gracias al acto poético, a la intuición de cuando niños, y así nada nos impedirá alcanzar las nubes y su riego incondicional.
El hombre simiesco pronto se cansó de fertilizar la madurez del chico, y le instaba a columpiarse sobre una tabla mientras él tranquilamente pudiera hablar del partido de ayer con otro hombre calvo, y cuando el chico imploró por más abono, el padre le subió a la chepa y se le llevó a casa con la promesa de leche con galletas.

1 comentario:

An Wild dijo...

Demasiadas promesas de leche con galletas. Y pocas manos para tanto abono y tantos huecos vacíos.

Curioso encontrar tu entrada hoy.