17 nov 2013

Proceso de combustión de una mecha

Fundido:
Íbamos tan deprisa que no se ni cómo me di cuenta de que en el cartel ponía Zaragoza.
Recibí todos los posibles mensajes al mismo tiempo y ninguno me convencía demasiado. ¿Por qué tienes que quedarte sólo con uno? El que más satisfaga tu curiosidad claro. La moqueta está tan sucia que me da asco, y hasta vergüenza de que me vean pisarla con los pies desnudos, pero me da igual, charco de posible sangre coagulada, ¡allá voy! Hace tanto calor que los códigos de higiene se han ido al carajo. Todos nos quitamos un poco de ropa de manera impúdica, un botón desabrochado, unos calzoncillos largos a modo de pantalón… Así que no me importa guarrearme los pies en esta moqueta, de todas formas a todos se nos queda la planta de los pies negra en verano, o negra o sudada, depende de si eres de los que les gusta ir en chanclas o en calcetines.  Me gusta así, reencontrándonos con nuestro cuerpo sudoroso, fofo, blancuzco y peludo; no pasa nada señora, seguro que su marido tiene las mismas pintas antes de ponerse el pijama, ¿es usted viuda?, pues búsquese a alguien en una de esas reuniones de planta baja de hotel, con música latina y gente bailando al compás de una animadora (o casi más humillante aún, un animador),  seguro que las luces verdes y amarillas estilo discoteca le plantean un ambiente romántico, reconózcalo, ya está mayor para esos agresivos fucsias que declaran un amor imposible en las agendas de las estudiantes de segundo de la ESO.
Tantos mensajes confusos… ¿A dónde tengo que ir después de empaquetar?, ¿merece la pena empaquetar, o tengo que salir de aquí a toda prisa?, vamos a calmarnos y recapitular. Hasta ahora lo que sé es que esto es un habitación de hotel bastante cutre, con el espacio suficiente para una cama, una mesilla de noche, y un armario empotrado blanco al fondo. En fin, muy al estilo de una road-movie, ¡la leche!, quizás tenga que arrancar mi Chopper y salir pitando de aquí. No creo, soy un tipo tranquilo, no me gusta ir con prisas… Me va mejor un coche, original, pero vamos, con sus cuatro puertas y su techo cubierto. No hay ninguna prisa, ¿por qué iba a haberla? Voy a la cafetería, me pareció ver una cafetería en la acera de enfrente mientras entraba en la pensión.
Recuerda que hay que ser escueto y hablar bien alto, con confianza; para que no te aturdan con preguntas. Café con leche. Mejor decir con leche porque es fácil y lo ponen siempre, con el solo te arriesgas a comentarios del tipo ¿solo… solo? 
Si hay algo que se pueda llamar sublime en este bar es la máquina tragaperras, con sus luces y su pantalla de cangrejos correteando de lado a lado en busca de un tesoro, ¿que te parece eso Don Miguel? Eso sí que es sublime sin interrupción. Hasta que corten la luz a la hora del cierre claro, una máquina como esas, cuyo encanto radica casi por entero en las luces epilépticas y la musiquilla, cuando se la ve apagada y cubierta de polvo solo te aporta pesadumbre. 
Es por la mañana, no hace falta mirar al reloj, basta con fijarse en la proporción de cafés-cañas en las mesas. Algo me dice que no he desayunado, así que venga una ración de salchichón. Aunque no tengo hambre sé que el desayuno es una de esas comidas en las que hay que comer cueste lo que cueste, tanto si tienes hambre como si no, sin embargo el cerdo embuchado es algo que siempre me ha entrado bien, debe ser porque ya ha pasado por las estrecheces de una tripa antes que la mía, es como una regurgitación entre carnívoros, un poco escatológico si lo piensas despacio.
-¡Coño! ¡Tú por aquí! ¿Cómo no me has dicho nada? Estás en la pensión de enfrente ¿no? Jose, trae el Ruavieja que el bicho ya está aquí. 
-¿Todavía me llamáis bicho? 
-Y da gracias que no te llame con apellidos, bicho-raro, tío tu siempre con tus películas, seguro que te has montado una buena llegando aquí, déjame ver lo que has escrito. 
-No. 
-Déjate de teatro que ya nos conocemos, trae.
Se pone a leer las últimas páginas de mi cuaderno. Siempre lo hace cuando me ve.
-Jodo, jaja, esta vez te has pasado, la moqueta estará sucia, ¡pero no como para que le hagas un poema! En fin, bébete eso rápido que te sirvo otra, aquí esto es como el agua, si no bebes dos litros te deshidratas. 
-Déjate de chistes malos, ¿y como está Andrés? 
-Buf, se la va la olla, jaja, na ya sabes, con sus problemas de siempre, se pasa el día tirado en la tienda de su padre. Primero repasa los periódicos que le generan una angustia que no veas, y así, calentito, se va a la biblioteca, saca un libro y empieza a echar pestes; que si no tiene ritmo que si tal cual. Total que de todos los libros que se saca, se lee diez páginas y a la basura. La bibliotecaria ya se sabe la cantinela y le tiene prohibido entrar, pero le da igual, dice que eso es un espacio público y que le echen a la fuerza, y que la cinta magnética esa que pita al salir se la suda; luego arranca las páginas que la llevan y dice que el libro tampoco pierde mucho así. La de la biblio está tan harta de recoger los libros de la papelera que está pensando en poner un buzón  de devolución en forma de basura, que me lo ha dicho, para hacer el trámite más fácil, se lo toma con filosofía la tía. Tampoco es que le vaya mucho en ello claro. De todas formas el otro día se acabó un libro de cabo a rabo, bueno el final le cabreó y lo acabó tirando por ahí también ¡Mierda de copia de Italo Calvino!, dijo, pero tío, casi se lo acaba, y eso es todo un mérito. Era el libro este de Nocilla nosequé. Le he echado un vistazo y por lo menos tenía ritmo, que no es poco, ¿quieres pasar a saludarle? 
-Si, si, quiero veros a todos, lo mismo me pega dos besos en el morro o se me mea encima, pero valdrá la pena. Además le he traído una buena selección de libros recién impresos.

Reflexión:
No me preocupa la carretera, sólo que pueda ir de pie y salir vivo. Tampoco me preocupan los aliños, sólo la lechuga y el tomate, que no tenga el corazón duro. No me importa demasiado el paisaje, un toque de amarillo basta, no quiero ese agobiante verde húmedo. Con que halla un  toque de amarillo, una hierba seca, me basta. Prefiero a pie que en bici, así que fuimos andando. Pensar en Silvia mientras caminábamos fue inevitable. Ella me marcó, me sacó a golpes de la inocencia del adolescente; esa cualidad que sólo tienen los púberes cuando les crece el bigotillo y se creen maduros pero en realidad se asustan de las emociones fuertes, las emociones adulas (como dar el paso en una relación, o no dejar que un místico te engañe con palabras bonitas para obtener sabe dios qué recompensa de tu alma, o tu bolsillo). Y me sacó a base de bien, con mentiras y cuentos chinos. Todavía me acuerdo cuando me contó que su padre era un hombre muy influyente, que estaba en el opus y era masón y nosequé. Cuando entré en la cocina me encontré con un hombre enclenque, que aparentaba sesenta años aunque anduviera por la cuarentena, encorvado, bebiendo a sorbos su taza de té y entreteniéndose con cualquier actividad anodina que se pudiera realizar con la cabeza gacha, como quitarse la mierda que se queda entre las uñas. En un principio seguí tragándome la trola, porque iba vestido con una americana oscura y elegante, chal, y tenía entre las manos un bastón con empuñadura reluciente, a lo Antonio Gala. Le dije, ¡Hola! Soy Antonio, alargando el brazo para darle la mano. A lo que me respondió abriendo paulatinamente los ojos hasta que casi se le salen de las cuencas. Luego me enteré de que ese era su tío Alberto, que estaba medio esquizoide, y que ese atuendo se lo había puesto ella por la mañana, mientras él estaba medio grogi por una de sus sesiones de litio. Cómo se rió en mi cara ese día, y yo paralizado de miedo. Su risa me recorrió las entrañas, fue como una coz en la entrepierna, de esas que suben por el espinazo y te dicen: Ahí duele, ¿eh?, vuélvete a fiar con esa mirada cándida de la gente, a ver si te atreves. Al final no tuve más remedio que reírme yo también
LLegamos al cuchitril donde se pasa el día Andrés. Se lo dejaron en herencia sus padres, que antes tenían una tienda de ultramarinos. Siempre íbamos allí a ponernos ciegos de calimocho y porros. Sigue igual que antes, con el mismo olor a madera vieja y polvo, suelo de cemento descascarillado y dos sofases pegajosos, decorados con costras de vino que los hacen semi-granates, aunque antes fueran verde uno y marrón el otro. Si Andrés se pasa el día leyendo no puedo entender porqué lo hace ahí, casi a oscuras. Supongo que aprovecha la poca luz que traspasa el plástico que cubre la única ventana en la pared de adobe. Hay que ser un verdadero hipster de pueblo para leer así. 
-¿En qué andas?
Silencio hasta que termina de leer el párrafo, o el capítulo si queda poco, siempre ha sido un maniático con estas cosas.
-Pues nada, ya sabes, repasando viejas lecturas, que para que traigan algo decente a este pueblo hay que llorar como una nena, o cercenar cabezas, o yo que sé.
-Mira te he traído unos cuantos cuentos que he impreso, de lo que más me ha gustado últimamente, hay de todo. También te he traído esta novela que encontré hace poco en un mercadillo, leí que fue un bombazo en Chueca.
-¿Ah si? ¿Cuando? 
-Allá por los ochenta, pero ten en cuenta que llegó algo tarde aquí, es de un paqui en Londres.
-Bueno, seguro que es un poco hortera, espero que no se me indigeste demasiado. Yo también tengo algo para ti, toma, a ver si os reís un poco en esas tertulias tuyas, que seguro que sois unos muermos, siempre intentando buscar algo nuevo. Ahí tienes algo sincero y sólido, como estas paredes.
-Pero se descascarillan a la mínima.
-Por eso las hacen gordas, no te jode.
Nos reímos. Las despedidas con Andrés son así, es como un animal salvaje poco acostumbrado al trato social, no le van esos formalismos del tipo: “hasta pronto”, o “a ver cuando nos volvemos a ver”. A él eso se la pela. Por eso un chistecito verde es la mejor manera de salir de su cueva sin que el oso se ponga a dos patas amenazando con un zarpazo.
Supongo que Silvia sigue viviendo con su tío y su madre (Ana, una mujer ausente, con mirada vacía pero fachada bien adornada de jipismo y frutos ecológicos medio rancios). Ella siempre huele a marihuana.
-Vamos, que te quedas atontolinao, ¿tendremos que ir con la Silvia no?
-Todavía falta para comer, vamos a pasear un rato más.

Chisporroteo:
Al parecer la tele nos manda mensajes subliminales o algo así, que enganchan y te dejan entre adormilado y atento, como cuando ves el Tour. Ahora me siento mucho más fresco sin esos mensajes. Debe de ser un fotograma cada cuatro, más o menos, para que no nos demos cuenta; pero ahí están. Mientras caminábamos por la plaza vimos a Anita, la madre de Silvia. 
-Ya me dijeron que estabas por aquí, ¿pero cómo no nos has venido a ver todavía?, anda cariñín,  ven y acompáñame a comprar un momento y te llevo con ella, que igual ni te acuerdas ya de volver. Voy a comprar más tomates de los de Aniceto, dulces y tiernos, de los de corazón blandito, como a tí te gustan, vas a ver que buenos.
Me arrastró hasta la puerta de la frutería. A mi de pequeño me daban miedo las cuerdas con chapas retorcidas que suenan al entrar. Suenan a metálico apagado, sin campanilleo. Dicen que son para que no entren moscas. Crucé sin miedo esta vez y escuché con atención el soliloquio del frutero. Yo creo que sufre de una telepatía mal entendida: Ana no necesitó explicar nada y a él se le caían las palabras de la boca con prisa, como huyendo de un exceso de información. A veces se formaba algún tapón que retrasaba la huida:
-Los tomates, si, ah, de ensalada, claro, ah, aquí están, si, ah, si, una bolsita, claro, ah, aquí está, muy bien, tres cositas, son tres euros, eh, vale, si, vale, el cambio, cincuenta, hacen, cinco, aquí, bueno, gracias, gracias, Adiós.

Intermezzo:
Silvia vive con su tío Alberto, esquizofrénico por un viaje de LSD en el que también participó su padre. Su padre acabó muerto y su madre es un ama de casa bonachona nueva jipi, que fuma hierba y a veces opio para poder aguantar a su cuñado. Contar esta historia de camino, mientras el protagonista va visitando personas del pueblo, es uno de esos pequeños caprichos que me doy de vez en cuando, como comer un bonboncito o sorber el aceite de la freidora después de sacar los pimientos. 

Zarpazo:
¡Ah!, por fin llego a casa de Silvia. Es una casa antigua, pero ella le ha sabido dar un toque fresco, rejuvenecedor. De no ser así, seguramente esta casa hubiera pegado su olor a todas las casas vecinas y hubiera podrido el pueblo, consumiéndolo hasta convertirlo en un puñado de cenizas con forma de cardos borriqueros. Pero Silvia siempre estuvo ahí para salvar este pueblo y sus gentes. Entro y veo la silueta más hermosa, envuelta en un delantal con estampado de cuadros rosas y manchas de grasa. El cordel rojo está perfectamente atado con un nudo de lazo y golpea su trasero como jugueteando. Es morena y está untada de harina, pero su gracia no se pierde porque se refresca cada vez que abre la nevera. Se da la vuelta y ahí entro yo, que salgo de la penumbra del corredor con aires de duque señorial, andando con los talones, el porte erguido, la mano izquierda en la cintura y la derecha como si sujetara un bastón. Siempre me ha gustado hacerme el gracioso. Ella me mira. Se me queda mirando, de arriba a bajo, gira la cabeza hacia el sofá de madera que se apoya contra la pared y la mueve hacia arriba como diciendo: “Perro, tu sitio es ése”. Yo estoy que no me lo creo, pero hay que acatar sus normas, si no nunca podrás conocer su faceta más dulce.
Me siento en el sofá junto al tío Alberto, que mira el cristal de la mesa-camilla con la cabeza gacha, encorvado. El brasero está encendido y da un gustito que no veas. Me enciendo un cigarro. Silvia, ¿me traes el cenicero? Me responde lanzándolo a la mesa. No se a qué se debe tanta mala leche con un invitado, pero yo también me callo. En esa cocina todo el mundo está callado. Si entrara la escuela de Atenas con su dialéctica tendrían que aguantarse y callarse, por muchos temas trascendentales que se les quedaran en el tintero.
Yo me aguanto y me callo, y me enciendo el cigarro. Dejo que el bloque de ceniza se haga cada vez más grande mientras veo el humo salir en forma de hilillo. Me gusta aguantar la ceniza en el cigarro todo lo que pueda, es una pequeña manía mía. Cuando ya no se sostiene más, estiro el brazo con cuidado y tiro el bloque gris al cenicero. Se desploma como una avalancha en una montaña nevada tras el repique de un brindis con copas de cristal de bohemia (lo pone en el culo de la copa). Cuando atraigo el brazo hacia mí, la mirada ya no se posa en el cigarro, ya no hay riesgo de desastre, sino que se detiene como con voluntad propia en el reflejo de mi  brazo en el cristal de la mesa-camilla. Es un brazo lozano, con venas marcadas como chorizos, nada que ver con los brazos del tío Alberto que se esconden bajo la manta de lana roja (es una manta asquerosa y vieja, pero bueno).  También veo el semblante del tío Alberto, reflejado. Está mirando tan fijamente al fondo del estampado que se ve tras el cristal que yo también quiero mirar. Me encorvo y miro con él, dejando los ojos muertos, para que el estampado de flores se me fije en el cerebelo como si mi cabeza fuera una máquina fotográfica. Entendí que la intención es borrar todos los recuerdos para que sólo quede el estampado de pájaros y flores. Qué final tan feliz, solo ver pájaros y flores rojos sobre fondo blanco... Pero cuando estaba apunto de lograr mi objetivo todo se viene abajo.
Con un zarpazo dos platos de garbanzos se aparecen sustituyendo nuestros reflejos. Quizás era un solo plato y un reflejo, nunca te puedes fiar de los ojos, a veces ven doble.
-Come algo anda.
-¿Sigues mosqueada o qué?
-No, sólo me gustaría que vinieses más por aquí.
-Ya sabes que no me gusta ver al tito así, me recuerda...
-Ya, pero es lo que hay. Además se pone contento cuando estás tu, se caga dentro de la taza y todo -se da la vuelta y mueve un poco la sartén, que está en el fuego- ¿Te acuerdas de cuando lo vestí con la americana de papá? Qué risa, y menos mal que te reíste; que lo de papá te estaba empezando a afectar. A mi no me dio ninguna pena. Él ya sabía cuales podían ser las consecuencias.
-Te quiero, Silvia.
-No si al final vas a acabar como él. Déjate de bobadas y cómete los garbanzos, que si tú no empiezas el tito no reacciona. No sé que coño le pasa a esta familia, que todos están como putas cabras.

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